jueves, septiembre 09, 2004

La belleza invisible

La belleza invisible

Armando Vega-Gil

Berenice quedó ciega a los veinte años, justo a la mitad del camino en el que descubría la belleza. Y la belleza era un escaparate inmediato, concreto, que potenciaba el amor como una esperanza germinal o, más aún, como el inicio de una búsqueda hecha de pura angustia. Así, Berenice avanzaba hacia el futuro trastabillando entre el más delicioso terror, la euforia y la melancolía. Creyó ser bella, anheló ser bella, y, con una inocencia empedrada de malicia y fiebres, se abismó en la búsqueda de un hombre que la complementara, que la volviera una sola voluntad compartida, una unidad indisoluble plena en privilegios y sueños.

Berenice tenía veinte años y buscaba el espejo de la belleza para iniciar el diálogo de la vida cuando un accidente automovilístico la dejó ciega. El horror de aquel instante se enquistó en su alma joven y, vuelto un cáncer, le corroía implacable aquel anhelo de ser bella, completa, amada.

Así, por una decisión que tomó como condena irremediable, se hundió en un pozo de fealdad y repulsión, tanto más dañino porque la luz de aquella belleza inalcanzable le cauterizaba las heridas. Berenice comenzó a engañarse hasta llegar a ser menos que el fantasma de sí misma: en el espejo oscuro de la ceguera se veía como un ser monstruoso, con las cuencas de los ojos vacías, sus párpados distendidos como dos bocas sonrosadas por donde murmuraba el horror y la deformidad: branquias de un pez que agoniza en una playa sin mar ni sol, nocturno mar desolado.

Y cuanto más se imaginaba Berenice aquel ser monstruoso, más el recuerdo de su belleza le ganaba al tiempo y a la carne, hasta que al fin la encontraron colgada de una regadera, desnuda, húmeda por el vapor del agua aún caliente que la contemplaba en un espejo azorado; húmeda todavía por esas lágrimas de polvo que no podrían llorar más su ojos sin vida.

Los hombres que rescataron su cadáver aseguraban jamás haber visto belleza mayor a la de esta joven infortunada que, al momento exacto de morir, por el influjo de un milagro sobrecogedor, recuperó la vista.

Sus ojos habían renacido como dos capullos fugaces para ver cara a cara cuan bella es la muerte